Me encantan las películas que empiezan por el final. Esas en las que el protagonista te cuenta la historia con una voz en off y te deja ver cómo acaba todo antes de empezar de forma que ya solo cabe imaginar cómo se llega a ese desenlace. “American beauty” es un gran ejemplo, pero a mí la que me gusta de verdad es “El crepúsculo de los dioses” de Billy Wilder. No hay comienzo que pueda superar al de una historia que arranca con el cuerpo de un guionista flotando en la piscina de una estrella de Hollywood mientras los paparazzis le hacen fotos. Todo, claro está, a la vez que el propio muerto nos explica cómo acabó con dos tiros en la espalda y otro en el estómago en tanto que la policía intenta pescar su cadáver.
Joe (William Holdem) en su primer plano de la película
“El Crepúsculo de los dioses” es una historia sobre el mundo del cine en la época dorada de los grandes estudios. Cuando la Metro y la Paramount firmaban actores desconocidos y los convertían en estrellas con contratos para 20 películas. Cuando ser actor era tanto como ser una divinidad en la tierra no solo por la vida de lujo, riqueza y glamour, sino por ese aura sobrenatural que imprimía la pantalla plateada de las grandes salas. Una era dorada que comenzó con el sonido en las películas, que dio voz a los actores y por el mismo motivo acabó asesinando a muchos mitos del cine mudo, como Chaplin por ejemplo, que cayeron sin remedio en el olvido. Un mundo sonoro que a su vez ensalzó la figura del escritor y guionista, que inventaba los diálogos para las nuevas estrellas que además de capturar el ojo del espectador como hasta entonces, debían ahora atrapar también sus oídos.
Porque al final señoras y señores, esta película no deja de ser la historia de unas pobres almas necesitadas. Unas, de atención y fama, y otras, de dinero y trabajo sin olvidar que Dios es un un tipo con sentido del humor y da pañuelos al que no tiene mocos que sonarse. Quizás es por eso que pese a que han pasado más de 60 años desde su estreno cada vez que veo esta obra me gusta más y más, porque cuenta algo universal, que llega hasta nuestros días y que que nos alcanza a todos: la enfermiza necesidad que tenemos de conseguir de los demás aquello que anhelamos y de lo que nosotros mismos carecemos, sea lo que sea eso para cada uno, y lo triste y peligroso que puede llegar a ser el no obtenerlo.
Quizás Wilder sea el gran genio de la comedia, pero a mí me pierde este pequeño drama de cine negro que nos regaló. Pornerle apellidos a los genios del celuloide me parece que es como largarle medio litro de casera a un buen reserva. ¡Coño, los genios son genios y punto! ¡Basta ya de tonterías y chorradas que para hablar de Billy Wilder hay que ponerse en pie y quitarse el sombrero! Este tipo era un maestro en la comedia, el drama, el western o lo que fuera que tuviera que ver con el cine. Lo dicho. Nada de un genio de la comedia, ¡Un genio y punto, sin más! Solo hace falta ver Sunset Boulevard para darse cuenta. Y si como a aquel magnate de los estudios ves la película y no te gusta, solo te diré lo mismo que le dijo el gran Wilder el día del estreno a ese gran empresario.
Lo reconozco, tengo un problema. ¿Solo uno? Bueno sí,
en realidad tengo muchos. la hipoteca, mi jefe, el regalo de mi suegra… Pero
hay uno que me preocupa especialmente. De pequeño cruzaba los dedos para que el
pobre Coyote atrapara al Correcaminos. También soy de los que secretamente
animaba a Darth Vader en su lucha contra Luke Skywalker en "La guerra de las galaxias",
y ni que decir tiene que salté del asiento en el cine cuando los marcianos
hicieron volar por los aires la Casa Blanca en "Independence Day". Lo sé, el problema es serio: me gustan más
los malos de película que los héroes. Tras expiar mis pecados con esta
confesión, podéis imaginar que “Pozos de ambición”, de Paul Thomas Anderson, me entusiasmó.
Daniel Plainview y su "hijo y asociado" H.W.
La película es una adaptación de la novela “Oil!” que cuenta
la vida de Daniel Plainview, un magnate del petróleo hecho a sí mismo en la
California de principios del Siglo XX. Ese típico emprendedor americano que
vendería a su madre por conseguir lo que se propone y con un único objetivo en
la vida: “ganar el dinero suficiente para aislarme del mundo y no volver a
saber nada de las personas que lo habitan”. Hasta ahí, podría decirse que el
argumento no pasaría de ser uno más de esos westerns cuya originalidad reside
en haber sido ambientada en la época de las prospecciones petroleras en lugar
de en la fiebre del oro. Bien. Más allá del escenario en el que tiene lugar, el
film tiene el mérito de describir magníficamente a sus personajes. ¡Y qué
personajes señores, qué personajes! Porque si la historia del hombre hecho a sí
mismo nos la han contado mil veces en Hollywood en películas como "Ciudadano Kane" o la saga de "El padrino", lo que hace única a esta obra son los personajes y
cómo los muestra ante la cámara. Todos diferentes pero con el común denominador
de tener un corazón tan negro como el
crudo que brota del suelo por el que caminan.
Daniel Day-Lewis, vigilando la prospección de pozos
“Pozos de ambición” carece de héroes, solo hay gente normal
cuya ansia por enriquecerse les convierte en villanos o víctimas de la fiebre del oro negro. Así, comienzan a desfilar por la pantalla toda una colección de pintorescos
hombres propios de la época pero que sin embargo todos podríamos relacionar con otros más actuales: Los
incautos dueños de tierras en mitad del desierto que desconocen el tesoro que
oculta la arena, el hijo a quien sus padres echaron de casa y se venga de ellos
ayudando a los buscadores de petróleo, el predicador evangélico que obra
milagros en misa y que no es más que un vendedor de humo, la trastornada
congregación religiosa de la Iglesia de la Tercera Revelación y su puritanismo histérico,
el hermano perdido que tras 20 años aparece en el momento justo cuando se
encuentra petróleo, el millonario
prepotente y altivo que quiere echar al pequeño emprendedor por lo civil o por
lo criminal del negocio del crudo, y envolviéndolo todo, finalmente, el desierto de California. Ese personaje mudo
y protagonista de todo western cuya expresividad Paul Thomas potencia con los planos más expresivos y maravillosos que se puedan imaginar.
Y con estos “trajes”, mención aparte requieren sus
interpretes. Un Daniel Day-Lewis soberbio y en estado de gracia en el que quizás
sea su mejor trabajo hasta la fecha y que le valió el Oscar. Un Paulo Dano que
le aguanta el plano a Day-Lewis y le da prefecta réplica en su papel predicador
y milagrero que se aprovecha de los incautos y puritanos moradores del desierto
de Little Boston. Ambos fantásticos en sus planos y sublimes en las escenas que
comparten. Todo ello sin olvidar al elenco de secundarios de lujo
que completan un maravilloso reparto que encabezan Dillon Freasier y Kevin O’connor
en sus roles de hijo adoptivo que se convierte en un lastre para triunfar y
hermanastro secreto que aparece justo en el momento de encontrar petróleo respectivamente.
Cualquier película nominada a 8 Oscars suele ser digna de
verse y tiene sin duda algún tipo de interés. Si como a mí te gustan
especialmente los “malos” del celuloide, no lo dudes. "Pozos de Ambición" es una de
esas 100 que hay que ver. Yo por mi parte ya te digo que no quiero curarme de
lo mío. ¡Qué se mueran todos los héroes! ¡A mí me gustan más los villanos!.